“El tiempo se arrastra con pies de plomo” Oscar Wilde
Lentamente avanzaban las sombras sobre las calles de esta ciudad y se elevaban por los edificios. La tristeza clásica del día que muere iba apoderándose del ambiente, y las personas caminaban más lento, y el rumor del agua se enredaba con el arrullo de las palomas, y la calma caminaba de puntillas temiendo despertar a la incertidumbre.
Un aleteo y el vuelo presuroso de palomas sorprendidas alertaron a una sombra furtiva que cruzó el asfalto hacia la casa abandonada y entró sigilosa. Luces tenues parpadearon en los ventanales ya alcanzados por las sombras y la sombra humana se trasladaba nerviosa de una habitación a otra dándole vida al lugar que hacía tiempo habíamos compartido.
Desde mi refugio privilegiado seguí observando sus movimientos que se tornaron más pausados a medida que transcurrían los minutos. Lo adiviné seguro y hasta convencido de que allí estaba a salvo. Sin embargo estoy segura que no advirtió mi presencia acechante que lo siguió aún por la calle, mas algo desagradable presintió (su sexto sentido se estaba agudizando) porque cambió de dirección en la esquina anterior, miró aprensivo para todos lados, titubeó y recién se decidió a retornar al pasado.
Cuantos años de angustia encerraban esas cuatro paredes, cuánto desamparo, dolor físico y dolor álmico. Cuántos días, meses y años temí su llegada, aceché sus gestos y soporté sus ataques de ira hasta que pude escapar.
Sin embargo, mis días no fueron mejores, me quedé aferrada al rencor, al deseo de venganza porque me quitó la alegría, la esperanza, el amor. Yo seguí pegada a su sombra, acechando desde los rincones, espoleando sus culpas y recién hoy cuando observé su recelo y su vuelta al pasado, me di cuenta que la espera había terminado. Allí estaba por fin, en el lugar preciso: nuestra vieja casa. Allí estaba toda la historia, desde los muebles y objetos que gritan culpable, hasta las fotografías que reclaman por qué. Por qué tanta violencia, por qué esos arrebatos que no pudo controlar ni aún ante su hijo, por qué no protegió a su familia de tal descontrol cuando tenía momentos de sensatez.
Ahora estoy más cerca y veo su turbia mirada, su frente crispada, la boca contraída y los puños apretados. Le cuesta respirar. Ahora es el momento. Debo avivar su culpa… Si pudiera mi sombra dejar caer a sus pies el retrato de nuestro hijo... Sí! Lo vio, lo alza, lo acaricia y solloza. Ahora es el momento, está débil, indefenso. La definición espera y yo sigo anhelante. Nunca me he sentido tan viva, tan fuerte y poderosa como ahora que estoy muerta. Lo sigo hasta la cocina, busca el vaso, lo llena de agua que se derrama por sus dedos; solloza, va hacia el baño, abre el botiquín y toma el frasco; gime, vuelve al living y deja todo en la mesita. Oculta su cara entre las manos. Debe purgar sus culpas. Ahora toma el vaso y vacía el frasco en su boca. 25 pastillas serán suficientes, lo sé por propia experiencia.
Ya está, ya dejó de llorar, ahora sentirá pereza (recuerdo que yo apenas podía mover los párpados), luego no podrá coordinar los movimientos, sus ideas ya no tendrán coherencia (yo me veía bailar entre las pastillas y el rostro de mi hijo) y por fin, la somnolencia, el sopor, la nada hasta que llegues aquí, al país de las sombras donde llegamos todos los que nos suicidamos.