Epígrafe: “Después de un tiempo uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma”
El alma a veces se encadena sin que el sujeto se dé cuenta. Comienza escuchando un CD que le regala flashes de vivencias dormidas y es cuando el amor pasea de la mano del alma recorriendo senderos conocidos hasta que tropiezan ambos en una piedra que, aunque sea de cuarzo verde, puede abrir la puerta del resentimiento. Y allí va el alma encadenada ahora a llamadas de celular que nunca pudo descifrar, a esa pelota que encontró en el auto y no era de nadie, a ese gnomo en papel de regalo que no tenía destinatario, a esa llave extraña que no abría puertas conocidas, a ese sobre de carta que parecía equivocar la dirección.
El cielo se barniza en tintes violáceos y el alma transpira frustración y abandono. Por eso se aferra al libro de Walt Whitman y en el “Canto a mí mismo” se consuela leyendo:
“Camino hacia delante, hoy como ayer y siempre, siempre más rico y más veloz, infinito, lleno de todos, y lo mismo que todos, sin preocuparme demasiado por los portadores de mis recuerdos, eligiendo aquí solo a aquel que más amo y caminando con él en un abrazo fraterno.”
Y así el alma transmuta la angustia en esperanza posando su mirada en la botella panzona que tal vez guarde algún genio servidor de fantasías; sigue arrastrando sus cadenas de plata y esta vez tintinean al rozar esa placa que resume en un GRACIAS, todo el agobio de años de trabajo. Si esta tijera cortara el metal, tal vez esos eslabones perderían el poder de amarre. Quizás tan sólo haga falta invocar a
Ya es tiempo de liberación, alma: “Levántate y anda”.