Te veo aquí, sobre la
mesa, dorado, cálido, con la miga blanca, húmeda, tibia, suave, al alcance de
mi mano, y recuerdo el maná del que habla la Biblia y se espejan en mi mente
los trigales maduros, mecidos por la brisa, que son la promesa de cascadas de
harina intentando calmar el hambre del
mundo.
El sol que desde la
corteza entibia mis recuerdos, me devuelve a mi infancia de juegos junto al
horno de barro, donde un infierno de llamas dejaba lugar a una cueva negra y
candente. Y allí, una pala de largo mango guardaba masas blancas redondeadas,
más altas más bajas, con forma de hogaza, de bollo, de rosca, de trenzas, de
palomas y otras tantas; luego de varios
minutos y ante los asombrados ojos niños, surgía el milagro del aroma cálido y
tibio en una rebanada tierna que era sinónimo de mimo, de amor y caricia hecho pan.
¿Qué puede ser tan bueno como el pan? Quizás aquello que genera su consumo: calma el hambre, promueve la solidaridad, es mensaje de afecto y aún más, transformado en ostia, es enmienda para el alma.
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