Se ovilló en el sofá y ronroneó de placer. Por fin se hallaba en casa
lejos de los ruidos y riesgos que acechan y a la vez, que atraen en las
escapadas nocturnas.
La penumbra cómplice arrulló su cansancio y se estiró cuan larga era y antes de entregarse al relax, descubrió el
mordisqueo de su estómago ansioso. Con pereza
se acercó a la cocina; allí, el tazón de leche tibia aplacó su inquietud
hambruna.
Volvió al sofá y ya cómoda, cerró los ojos y las imágenes se apretujaron
en su memoria, y ella, indulgente, les permitió avanzar.
La luz de la luna recortaba su sombra mientras subía uno a uno los
escalones de la glorieta de la plaza Las encinas y atraía las miradas de los
noctámbulos con su andar sinuoso, felino y voluptuoso. Desapareció un instante
en la sombra del mirador y lo vio. Él, él estaba allí y ella mimosa se acercó,
se frotó contra su piel, se erizó su dermis al contacto tierno y en ambos, los ojos
iluminados por la luna, brillaron de amor y deseo.
En su evocación volvió a escuchar
el alboroto violento de alguien que se acercaba aullando de indignación. La
rival había descubierto el amor prohibido y subía furiosa a enfrentar la prueba
del engaño. Ella preparó sus garras, mas, quedó petrificada cuando la mujer tironeó a su
marido, y mirándola con desprecio dijo: -Es una mujer gato, no vale la pena
enojarse.
Volvió a arrebujarse en la tibieza del sofá algo incómoda, luego extendió
sus largas piernas y pensó: -Estoy segura que en el fondo ella envidia mi
habilidad para cazar y jugar con mis presas.
Bostezó y ahora sí, se durmió plácidamente.
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